lunes, 14 de septiembre de 2015

De amos y Esclavos




Ceñudo, mientras sube, recuerda al atractivo y joven hombre que le saludó, con esa gran sonrisa dirigida a los Valero. Le parecía conocido. No lo ubica, pero le incomoda. ¿Por qué? ¡Joder!, se atraganta, la piel ardiéndole. Era el tipo que le miraba la otra vez desde el edificio contrario. La idea, recordar esa suave sonrisa grata, reconociéndole como el negro que se paseaba en tanga y se tocaba el culo, le hace arder la cara. Le miraba. ¡Y le reconoció! Su respiración se espesa, la piel la tiene de gallina. Y le hormiguea el tolete. Sale, cruza el pasillo y abre la puerta de su apartamento casi a la carrera. En cuanto lo hace, repara en algo metida por bajo de esta. Se agacha y lo recoge. Es un sobre manila tamaño carta, con algo blando adentro. Mira sobre su hombro, al pasillo, nada. Cierra la puerta y abre el sobre, encuentra una hoja de papel con un numero y la palabra “Llámame”, y una tanga tipo hilo dental atigrada. Una cosa pequeña, pecaminosa y putona. La cara le arde más, la mano le tiembla un poco. Ese carajo le estaba regalando eso, una tanga hilo dental. ¡Porque tuvo que ser ese carajo! La alza, pulgares por las tiras que van sobre las caderas, ve la pequeña franja triangular delantera, y la tira que baja por detrás, donde se perderían entre un par de nalgas redondas, firmes y musculosas como las suyas. Traga saliva con la garganta seca.

La deja sobre la mesita, se quita la ajustada y corta franela, los zapatos y pantalón, que de ajustado le baja un poco la pequeña y ajustada prenda interior. Sale de ella con movimientos bruscos. Desnudo, tiembla más al tomarla, tan suave y etérea, casi como si no fuera nada. Con esfuerzo mete sus piernas musculosas dentro de la prenda, que sube totalmente enrollada contra su piel, una sensación a disfrutar tan prohibida como sucia y caliente. Una vez sobre su pelvis, mete la mano y acomoda sus bolas y verga dentro del pequeño triángulo. Le cuesta porque ya está todo morcillón. La acomoda sobre sus caderas. La centra, atrás, esa tirita que baja por su culo. Respira más pesadamente. Toma el papel y marca el número. Timbra una vez y se agita, timbra dos y siente resquemores. A la tercera casi está decidido a cortar cuando una voz varonil, joven y animosa le llega, provocándole un escalofrío en la columna.

-¿La tienes puesta? –la pregunta le llega directa, firme. Su garganta se cierra.- Responde, sé que eres tú, papá.

-La tengo puesta. –admite.

-¿Y cómo te queda? Imagino que increíblemente, tienes cuerpo para lucirla. Hace poco me costó mucho no darte una palmada en ese trasero tan firme. –oye y le marea.

-Me queda bien. –grazna.

-¿Y por detrás? ¿Te aprieta sabrosito sobre el culo? ¿Te gusta cómo se siente contra tu ojete? –ahora el tono es mórbido.

-Si… -jadea.

-Dios, cómo quisiera vértela puesta. Debe verse increíblemente. –le oye, una voz varonil que le hace palpitar el corazón más rápido.- Abre las cortina de tu balcón. Quiero verte usando ese hilo dental, papi. Anda, enséñamela. Muéstrame lo sexy que te sientes y te ves. Dame un show, mira que estás buenote. Muéstrame… -pide, sugiere y ordena.

-No lo sé… -jadea casi como una súplica, ardiendo en ganas de hacerlo, mirando hacia el balcón de cortinas corridas.- Pero podría haber más gente mirando…

-Mejor, ¿no? Más ojos codiciosos recorriendo tu cuerpo, todos soñando con tocar, meter dedos… ¿no te calienta eso? Yo sobándomela, tú posando otros sobándoselas también. –la voz ronca, sensual, le tiene tan mal como la imagen. Y mientras todavía oye la respiración pesada de ese tipo, va hacia la cortina, la verga abultando de manera escandalosa bajo la escasa tela de la mini tanga.

Si, quiere que le vean. Todos. Que mil ojos lo recorran, su torso, sus tetillas, sus caderas… su culo. Eso es lo que le gusta, admite al fin. Y lo buscará.

Con mano temblorosa descorre la cortina, mirando hacia la calle, encendiendo las luces. Expuesto. Jadeando. El teléfono en su oído.

-Mierda, pero qué rico te ves. –oye la voz cargada de admiración y morbo.- Tan grande, tan fuerte y masculino… con tu tanguita sabrosita. –cada frase le eriza y levanta su tolete un poco más, halando la tela hacia adelante y abajo.

Le estaba mirando, Gregory puede ver su silueta en el oscuro balcón del edificio de en frente… con binoculares. No los detalla, pero lo sabe.

-¿Te gusta verme? –pregunta, sintiéndose travieso.

-Burda. –es la respuesta ronca y baja.- Me la tienes bien dura, marico; me babea y me pulsa en la mano. –y ronronea, seguramente acariciándose.

-¿Te masturbas? –traga en seco, recorrido por tibias oleadas de lujuria, sabiendo que lo tiene así. Se pasea por el balcón, de un lado a otro, alejado de la baranda para que vea sus caderas y el deformado triangulo de tela amarilla atigrada que le contiene a duras penas el güevo.

-Tengo la mano metida dentro de mi bermudas. Mi mujer duerme en el otro cuarto. –le informa.- No debería arriesgarme así, pero es que verte…

Lo tengo loquito de ganas, por mi cuerpo, es lo que piensa esponjándose de lujuria el joven hombre negro. Luego se congela, súbitamente alarmado. Nota un movimiento un poco más allá de su amigo mirón, en otro balcón, uno que tiene la luz encendida, donde un chico no mayor de dieciocho años miró en su dirección y pareció sorprenderse, congelándose. Pareció alarmado, luego desconcertado.

-Un chico me mira. –jadea contra el teléfono, sintiéndose a punto de caramelo, su verga subiendo más y más, consciente de que la breve tela resiste valiente, y que los ojos de chico, tras sus redondos lentes, lo nota.

-Acaricia uno de tus pezones. –oye la sugerencia, una que le provoca escalofríos.

Pero obedece, se lleva la mano libre, la derecha, al torso; las puntas de sus dedos frotan la tetilla izquierda, que no se erecta porque lleva rato así, llena, abultante, desafiante. Se la frota de frente con el índice, sorprendiéndose de lo increíblemente intensa que es la sensación que lo recorre en esos momentos. Finalmente, con índice y pulgar lo rodea, aprieta y rota. Traga con esfuerzo al ver al chico mirarle fijamente, con la boca abierta, aunque le desconcierta, y deprime un poco, cuando le ve entrar en su apartamento. Dejando de mirarle. Pero un gemido escapa de sus labios gruesos cuando la luz del balcón se apaga y el chico regresa. A mirarle. A él. Seguramente caliente y excitado con su cuerpo.

-Mierda, me tienes mal, marico. –oye esa voz cargada de lujuria en su oído.- Cómo me gustaría clavarte los dientes en ese pezón, pasarle la lengua, chupar como chivito. Te haría gritar, marico. Te pondría a llorar de puro gusto. Muchos hombres, en esos balcones, te mirarían derritiéndote como un puto ante las atenciones de un macho.

La imagen mental, saber que esos dos le miran, le tienen mal. Va a decir algo, como que no se dejaría chupar así, o algo por el estilo que le aclarara al otro que, bueno, si, se exhibía en tanga pero que era un machito, cuando nota que en un tercer balcón, dos tipos jóvenes, veinteañeros, con cigarros en las manos y un vaso de caña en la otra, se asoman riendo. Seguramente estaban en una reunión y salían a fumar o por aire fresco. Siente miedo, más cuando uno de ellos le mira, se ahoga con el humo del cigarro y casi a gritos les señala. Los dos clavan las miradas en él, riendo, asombrados, sin fumar o beber, comentando algo entre ellos. Y era fácil imaginar lo que decían.

-Hay otros dos. Me mira mucha gente… -gime, cohibido y excitado.

-¿Se marcharon en cuanto te vieron?

-No… -y era cierto, le miraban, lo sabe aunque apartó los ojos de ellos.

-Llévate un dedo a la boca. Chúpalo un poco y veremos qué hacen. –le sugiere.

-¿Qué…? –se desconcierta totalmente, aunque imagina la posible reacción de los otros, y sabe que esa es la razón de esa vaina caliente y embriagante que le envuelve.

-Mámate un dedo… -esa voz suena acariciante, sugestiva, cargada con un erotismo que casi lastimaba.

Temblando ante aquello que le parecía demasiado… humillante, pero a un tiempo sensual, sin mirar a nadie en los otros balcones, el hombre echa su corpachón hacia atrás, pegándolo del cristal de la puerta, su ancho y musculoso torso de grandes pectorales subiendo y bajando con esfuerzo cuando respira, su tolete alzado y todavía medio cubierto con la tanga atigrada, y se lleva un dedo incierto a la boca. Los gruesos labios se entreabren y lo va metiendo, poco a poco; con disimulo mira hacia el otro edificio, sabiendo que hay cuatro pares de ojos clavados en él, incluidos esos dos tipos que han dejado de hablar, reír, fumar o beber, y que sólo le mira. Gregory cierra los ojos y traga aún más de ese dedo.

-Debes cerrar tus mejillas sobre él, fruncir los labios, que se vea que mueves la lengua… -oye a ese tipo por el teléfono, y le obedece, y se eriza al hacerlo, también al escucharle gemir.- Si, así, lámelo y chúpalo, sácalo y mételo…

Totalmente caliente, la piel de gallina recubriéndole, lo hace. Saca y mete ese dedo de su boca, chupándolo evidentemente; abriendo los gruesos labios y sacando la lengua, llevado por la ociosidad típica de los hombres, lo lame del puño a la punta.

-Joder, cómo me gustaría estar ahí… -la voz regresa.- Tengo la mano casi totalmente mojada con mis jugos espesos y olorosos; me chorrean entre los dedos. Me encantaría llevar a tu boca uno de ellos, empapado, y rozarte los labios, untándotelos. Y enterrarlo. Mi dedo en tu boca… esos tipos mirándote hacerlo. –a Gregory el corazón le late con una fuerza increíble; su güevo casi fuera del hilo dental que le aprisiona terriblemente, mana muchos jugos que mojan la prenda.- Me gustaría llenarte la lengua con mi sabor. Mierda, amigo, no te ofendas, pero quisiera verte de rodillas con esa tanga totalmente metida entre tus nalgas abiertas, y esos labios gruesos rodeándome el güevo, lo tengo gordito y largo, tan caliente ahora que no está ni blanco, sino rojo, y enterrarlo entre ellos. Tú chupándomelo, gimiendo de gusto, todo goloso, y todos esos carajos deseando estar en mi lugar y ser ellos quienes te alimenten.

-No soy gay… -gimotea Gregory, mareado por la escena que visualiza.

-Lo sé, pana, no digo que lo seas, pero sigue mamándote ese dedo; déjame imaginar que es mi güevo llenándote la boca, el primero que saboreas en tu vida. El primero que gozas así.

Jadeando con fuerza, Gregory lo hace, ojos casi nublados, viendo que los dos tipos en el otro balcón le enfocan con sus teléfonos móviles, filmándole, y que uno de ellos parece llamar a alguien, y que un tercer sujeto sale, habla con ellos, grita y se queda mirando también. O que el chico, en lo oscuro, su mano agitándose bajo la baranda, llama a alguien por teléfono, y en el mismo edificio, un poco más arriba, otro muchacho, muy joven, teléfono en mano, se asoma, le mira y se queda paralizado.

-Me miran… mucha gente me mira… -casi ronronea, sobre el dedo ensalivado, al punto del clímax, sin tocarse ni nada, la verga deformando la tanga atigrada, muy mojada, los pelos púbicos muy visibles.

-Danos más, por favor. –le pide con fuerza, voz totalmente estrangulada. Y Gregory imagina que se masturba con ganas.

-¿Qué hago? –jadea casi vencido por su propia calentura, notando que el balcón donde se asomó el segundo chico también queda a oscuras, aunque ve el flash de la cámara del celular mientras este, seguramente, se toca.

-Bien, te giraré, muchachote rico. –le oye.- Da media vuelta, de cara al cristal, y muéstranos tu culo glorioso. –indica.

Temblando, pero armándose de valor, lo hace; porque en verdad, y no puede mentirse en eso, quiere hacerlo, desea que todos esos carajos vean sus nalgas, el hilo dental. Su culo. No era gay pero… Vuelve un poco el rostro, mirando sobre su hombro, mostrando la ancha y joven espalda de músculos lisos agitándose bajo la piel, la cintura estrecha rodeada por la tirita amarilla atigrada, sus nalgas redondas, plenas, lustrosas tragándose ese hilo. No sabe si lo imagina, pero le parece que todos esos sujetos se paralizan, se tensan, se echan un poco más hacia adelante para observar mejor. Para mirarle. Eso le hace cerrar los ojos embriagado de placer y poder.

-Échalo hacia atrás, por favor. Déjanos ver. –la voz le llega cargada de ansiedad.

Tragando en seco, sonriendo mórbido, totalmente perdido en su propia lujuria, lo hace. Pega un lado de su cara del cristal de la puerta, reflejándose en ella al estar la cortina del otro lado sirviéndole como de espejo, y alza sus nalgas separando las piernas. Sonríe porque, forzando la vista, le parece que los tres sujetos aquellos en el balcón que ahora eran cuatro, cuatro tíos mirándole desde un mismo punto, parecen estatuas. Les imagina con los ojos muy abiertos, respiraciones pesadas, vergas duras bajo sus ropas. Los cuatro compartiendo aquella extraña escena, aquel raro momento. Los cuatro juntos, excitados mirando a otro carajo. Y no le cuesta imaginar lo que miran todos ellos. Sobre sus caderas, casi perdidas, las tiritas del hilo dental son de un amarillo manchado de tigre, pero al unirse en medio de su espalda baja, formando un pequeño triangulo invertido, es de un amarillo intenso, unicolor, como la tirita que baja y se mete entre sus redondas y oscuras nalgas abiertas, cubriéndole el culo, con la bolsa más abajo atrapándole las bolas y el güevo tieso, que cuelga.

-Mierda… -oye a ese sujeto graznar, con un tono que le eriza la piel. Gregory tan sólo puede imaginar lo caliente que el otro está, lo duro y ansioso de acción que debía tener el güevo, uno que sobaría y apretaría mirándole.

Dios, jadea para sí, tragando otra vez, parpadeando extrañado. La tirita sobre su culo parece presionar un poco más, de una manera estimulante, excitante. Irritándole, de alguna manera, su entrada secreta de macho heterosexual como era, a pesar de las sobadas que otros sujetos le han dado, los güevos que ha visto o tocado, o de aquellos tipos que ahora lo miran y le tienen caliente.

-Por favor, tócate… -oye el pedido ansioso, casi un ruego infantil.- Déjame verte acariciándote, muéstrame cómo te tocas con tus dedos. Enséñanos a todos quienes estamos delirando de calenturas mirándote.

No, eso era como demasiado, gritaba alarmada la mente de Gregory Landaeta, pero intoxicada, nadando en hormonas, no puede contenerse. Su mano derecha, grande, fuerte, masculina y negra cae sobre su nalga del mismo lado, los dedos abiertos, muy consciente de que todos están ahora absortos, las manos soltando momentáneamente lo que agarraban en sus entrepiernas, todos aferrándose a las barandas esperando por lo que hará. Y era demasiado para poder resistirlo; cerrando los ojos rueda la mano sobre su propia nalga, la punta de sus dedos rozando la tirita sobre su raja.

-Vamos, muchachote rico, juega contigo. –le rugía esa voz al teléfono, una que ya no podía desoír.

Eleva un poco el rostro, gimiendo y temblando contenido cuando su propio dedo toca, como si de un botoncito se tratara, su culo sobre la tira del hilo… debatiéndose nuevamente, en ese momento, entre hacerlo o no, pero sin poder apartar el dedo.

-Vamos, ¡hazlo, coño! –le llega un grito lejano, uno que es coreado por otras voces desde un balcón contrario al suyo. Esos cuatro tipos.

Dios, no debía hacerlo, no podía, no estaba bien. Era un hombre heterosexual, no era gay… Todo eso lo piensa mareado, empujando hacia adentro su dedo, apartando la tirita, abriendo la entrada, medio penetrando. Gimiendo cuando lo siente… sabiendo que ya no podría detenerse.

-Oh, sí, métetelo, marico; hazlo por mí, metete el dedo… -oye esa voz en su oído, lujuriosa; una que desea obedecer.

……

Jadeando en cuatro patas en una esquina de la habitación, sobre rodillas y codos, el pecho casi contra el suelo, Roberto Garantón intenta recuperar el control, su bóxer todavía bajo, ocultando sus bolas pero no su culo; uno del que mana lentamente el semen de tres hombres blancos que han hecho uso de él, llenándole con sus güevos tiesos y pulsantes que estimularon de una manera vergonzosa cada terminación nerviosa de las paredes de su recto, y que golpearon y masajearon con intensión su próstata. Ojos cerrados, rostro sobre la alfombra, en una posición totalmente sumisa y humillante, el apuesto hombre negro puede sentirla, espesa, fría, la abundante esperma de esos hombres chorreando de su culo, mojándole el bóxer y los muslos, mientras sobre su lengua todavía siente el sabor de los tres güevos mamados, avergonzándole lo mucho que chupó, succionó y sorbió. Casi con hambre.

Saboreando aún ahora los espermatozoides depositados ahí por su amo. Y pensarlo así, su amo, le estremece. Traga otra vez, el collar presionándose contra su manzana de Adán. ¿Lo más significativo?, las dos corridas que tuvo, sin tocarse ni una vez, empapando el bóxer que lleva. Todo él huele a semen, a machos lujuriosos vertiéndose en puro sexo del duro y rudo.

No quiere pensarlo, analizarse, no quiere buscarle explicación al por qué le había excitado tanto dejarles usarlo, el por qué le había gustado tanto sentirse ensartado en esos güevos blancos. Cómo los apretó, los haló y chupó con sus entrañas. Y su amo… pensar en la verga de Hank le hace temblar, su culo titila salvajemente, manando más semen. Recordarle sonriente mientras se posicionaba a sus espaldas, quemándole la entrada al acercar la cabeza de su hermoso miembro, una que fue hundiendo en su muy dilatado agujero, que se abrió para permitirle entrar, chorreando esperma de dos de sus amigos, le hacía desearle otra vez. Qué cogida le dio. Debe luchar para no sonreír, para no suspirar ante el recuerdo de las poderosas embestidas de aquel joven y guapo catire de güevo casi rojizo de sangre y ganas, dadas en el culo de su negro; el cómo el grueso tolete llenaba, casi forzado, sus entrañas, dándole donde era, mientras le nalgueaba y le decía que su coño había nacido para alojar güevos enormes.

-Mierda, Hank, míralo. El culo le tiembla. –escucha tras sus parpados cerrados la voz y risa de rata de Toño, quien se vestía.

-No te burles, el pobre negro ha vivido toda su vida hambriento de güevos blancos, ahora que los conoce se arroja sobre ellos como niño engolosinado. –oye a su amo, una voz serena, arrogante, burlona.- Tuvo suerte, se encontró conmigo y le mostré el camino a su completa satisfacción sexual.

-Yo creo que sólo es un puto. –tercia Max, ganándose una carcajada de Toño.- Con un culo como ese… perdón, con un coño como ese causaría sensación en la fiesta de Macaria. Llévalo, para que todos vean tu nuevo juguete, a ese negro grandote que se muere por una verga.

Esas palabras horriblemente degradantes y humillantes le hacían temblar, pero no podía engañarse, no sabía si era rabia o excitación. ¿Ahora resultaba que le gustaba que le trataran como a una cosa que se usaba y se dejaba?, no lo sabe. Sólo está consciente de lo mucho que ha cambiado todo desde hace pocas semanas. Conocer al chico odioso fue caer de rodillas entre su regazo, y esa noche, a un tiempo, dos tipos le habían llenado de güevos, y más tarde de semen, sus dos agujeros, su culo y su boca. Y le gusto, amó esas cogidas a pesar de lo repulsivo de los sujetos. Pero no se sintió tan bien, tan maravillosamente increíble como cuando Hank, su amo, había llenado su coño nuevo con esa hermosa pieza de semental. Le gustó, si, pero de eso a dejarle exhibirle por ahí…

-Buena idea. Creo que le llevaré. –se muerde los labios para no gemir cuando le escucha decir.

……

Incapaz de dormir, de regresar a su casa donde le esperaba su mujer, Yamal Cova, después de las cosas que había hecho con aquel chiquillo en el bar, se llega a la sede de la línea de taxis. Tal vez si trabajaba un poco en el motor del carro se distrajera lo suficiente como para dejar de pensar y de sentirse sucio y culpable. La verdad es que necesita tiempo para estar a solas y dedicarse a todas esas cavilaciones y golpes de pecho a las que se lanzaba cada vez que se corría y se alejaba de los tíos a quienes “atendía”. ¿Estaría obsesionado con el sexo? Es posible, quería portarse bien, resistirse a ese deseo antinatural de estar con hombres, pero cuando llegaba el momento y uno se ponía a tiro de pichón…

Y no lo entiende. A él siempre le han gustado las mujeres, llevaba dos años con Marta, incluso estaba pensando en legalizar el concubinato. Por eso, cuando aquella increíblemente hermosa mujer, Marjorie Castro, toda llorosa y vulnerable entró a su taxi, le cayó encima. Jamás esperó verse atrapado en toda esa pesadilla de testosteronas.

Se llega hasta el depósito, que también les sirve de taller y se congela, hay alguien más trabajando, con rostro serio, gesto grave, con una mancha de aceite cruzando su frente, una marca de dedos engrasados sobre la camiseta blanca algo ajustada, Quintín Requena. Al mirarse, los dos hombres se congelan terriblemente incómodos.

Mierda, piensa Yamal, tenía que encontrarse justamente con un tipo al que conoce, que es compañero de trabajo, amigo de parrandas, y a quien en un momento de calenturas se cogió. El otro se veía atormentado, y no era para menos, se dice con culpa. Era un hombre al que otro le había obligado a mamar y luego le había robado la virginidad de su culo. Ahora, Yamal, se siente aún peor. Avergonzado. Nunca debió hacerle esto, todo ese daño terrible.

-Quintín, pana… -comienza, ronco, su disculpa, doliéndole un tanto verle bajar la mirada, tenso, hombros rígidos.- Oye, amigo, lo siento mucho, no sé qué se apoderó de mí; nunca debí… -se congela cuando el chico del oriente del país alza los ojos, torturados, dolidos.

-Yamal…

-Amigo, no hay que ponerse así, nadie lo sabe. A nadie se lo contaré. Nadie tiene por qué saberlo nunca. Siento lo que hice, pero podemos hacer como si… -calla cuando el otro, oprimiendo los labios y cerrando los puños, se le acercó, resuelto, decidido.

-No entiendes, Yamal, no te imaginas lo que me hiciste… Quiero que me la metas otra vez por el culo, por favor…

CONTINÚA…

Julio César.

NOTA: La palabra “marico”, que tanto dice el sujeto que habla con Gregory, es usada como el modismo horrible que existió hasta hace poco entre los muchachos, que de diez palabras que decían, tres eran “marico”. Y cuando lo usaban las muchachas era peor.

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