lunes, 14 de septiembre de 2015

El nombre exacto de las cosas



Hay palabras que cambian de sentido y otras que no; sin duda, porque hay palabras que tienen más sentido que otras. El significado de la palabra amor nunca ha cambiado. Desde el principio de los tiempos, todos sabemos qué significa exactamente amor, si bien algunos desdichados se limitan a intuir sólo la teoría del concepto y no la práctica que justifica la vida de todo ser humano y, en general, de cada criatura. El amor, en cualquiera de sus facetas nos engrandece; amor al arte, a la naturaleza, a los padres, a los hijos, a los amigos y hasta a las mascotas que, por demás, nos rinden cariño incondicional sin apenas exigencias a cambio, pero, de todos los amores, digámoslo, no hay ninguno tan perfecto ni satisfactorio como el amor de pareja, que nos complementa, nos equilibra, nos sube las endorfinas, la autoestima y nos hace crecernos en las dificultades. Este amor que, desde el albor de las civilizaciones, ha podido darse entre personas del mismo o diferente sexo, nunca ha cambiado de significado; su sentido no es alterable, porque es eterno y así lo han reconocido una gran mayoría de hispanohablantes que la proclamaron la palabra más bella del idioma español –desde las enseñanzas de mi profesor Mondéjar, yo considero nuestra lengua, española más que castellana-. Otra cosa es la palabra matrimonio que intenta conciliar amor con burocracia; dos términos que casan tan mal que terminan a veces siendo incompatibles. “Hay que estar enamorado siempre, por eso no hay que casarse nunca”, decía Oscar Wilde. El amor no debería seguir más leyes que las suyas propias, las que llevan al cisne a reconocer su pareja por un simple instinto de fidelidad que no haya de poner letra de obligatoriedad en los papeles. El amor por natura, debería ser placer y nunca deber, en todo caso. Por eso, mientras la palabra amor permanece inmutable en los siglos, la palabra matrimonio envejece mal y se cuestiona, tal vez por estar mal planteada desde su etimología, de la que hubimos de hacer interpretaciones malévolas en la coyuntura de los noventa. El matrimonio, en aquella década prodigiosa, en la cual la mujer ya podía sobrevivir por sus propios medios, se conocía como “mono de madre”. El mono de ser madre que soliviantaba a algunas treintañeras de la época, por el cual mujeres independientes y hasta pudientes se apareaban con el primero que pasase por allí con tal de tener hijos dentro de la normalidad legal. Luego llegó la moda del hogar monoparental, bastante efímera y, a priori, mal vista en un país de costumbres aún más africanas que europeas –para qué engañarnos-.
Nos persigue la etimología literal de matrimonio, “oficio de madre”, que ni ayer ni hoy se ajustó a nuestras realidades. Para empezar, se trata de una palabra sexista, ya que elimina el oficio de padre, tan vital en la coyunda y desprestigia a aquellas uniones de hombre y mujer que deciden no procrear –un derecho legítimo, a mi juicio- o esas otras que, por agravio de la naturaleza, son incapaces de fecundar ¿Se podría decir de un matrimonio estéril que no lo es?
En suma, quizás tanto como de un matrimonio homosexual, del que se presume la imposibilidad de descendencia. Y, sin embargo, son ellos, los homosexuales, los más obsesionados por tener hijos, llegado el trámite del matrimonio. Las lesbianas procurándose una inseminación artificial a toda costa y los gays contratando un vientre de alquiler a todo coste, como reflejaba la película francesa, “Como los demás”. No obstante, el PP parece empeñado en tachar esta realidad de incongruente como si el matrimonio de homosexuales fuese una unión de gente de izquierdas, ajena a sus simpatizantes, lo cual queda del todo desmentido si observamos ese impagable documento gráfico en el que se puede contemplar al entonces Alcalde de Madrid, Alberto Ruiz Gallardón, después de oficiar la boda de dos militantes populares, Manuel Ródenas y Javier Gómez. La homosexualidad no es un signo ideológico sino otra faceta amorosa tan antigua como la mitología griega y la Biblia, y, sin embargo, difícil de encajar en la palabra matrimonio que, más que antigua, nació ya vieja. La solución al problema tal vez no sería intentar cuadrar las nuevas realidades, bodas gays, en un concepto tan caduco, dentro del cual cabe tan poca cosa y renovar la dichosa palabreja a favor de otra en la que podamos entrar todos de un modo menos dificultoso que un camello por el ojo de una aguja. Está claro que si la palabra matrimonio cambia tanto de sentido es porque no tiene demasiado sentido en sí misma, más allá de los dolores de cabeza que causa a la RAE y las disensiones que provoca entre los ciudadanos.
Teniendo en cuenta lo pronto y lo mal que suelen acabar los matrimonios en estos días, quizá lo mejor sería volver al sentido primigenio de la palabra amor que no descarta a nadie. Antes que casarse los unos contra los otros, sería preferible optar por el amor omnímodo.
Ya que ahora somos pobres y con escasos bienes gananciales que negociar, nos podremos permitir el lujo, al menos, de ser románticos.

P.D: Os iba a dedicar el vídeo de youtube de la canción muy ilustrativa de Los Inhumanos “Te casaste, la cagaste”, pero no me lo dejan subir. Buscadlo vosotros mismos, mejor el de dibujitos. Os gustará.
Por cierto, que mañana actúa aquí Rosendo, el poeta de Carabanchel con Siniestro total. No me lo pierdo, no me lo pierdo y no me lo pierdo.

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